Aprobar el proyecto de ley universitaria supondría un retroceso para la educación en el Perú
Hoy el pleno del Congreso discute el proyecto de ley universitaria. Un proyecto que, sin exagerar, ha sido anunciado como la gran solución a los problemas de la calidad de la enseñanza.
Con ánimo de conjurar dichos problemas, el proyecto ordena tener altos estándares educativos en todas las universidades. ¿No suena a una solución mágica? ¿No sería maravilloso que bastase con que el Congreso ordenase “¡que se eleve el nivel educativo!” para que nuestras universidades tengan el nivel de Oxford? Sí, sería maravilloso. Pero, al igual que la magia, es irreal.
El proyecto, para empezar, busca elevar la calidad universitaria mediante los dictados que emitirá una nueva superintendencia. Esta iluminada burocracia, con absoluta discreción, definirá las reglas a las que se sujetará la enseñanza, autorizará la creación de universidades, carreras y programas, podrá normar contenidos curriculares, establecerá requisitos de infraestructura, resolverá en cualquier controversia sobre temas institucionales y sobre el nombramiento de autoridades, entre otras amplias facultades. Y, así, de aprobarse el proyecto, se expropiaría a las universidades de su autonomía para entregársela a esta superintendencia que definirá la estrategia de éxito de cada institución.
Claro, uno podría preguntarse: si el Estado fracasa rotundamente controlando la educación escolar, ¿por qué tendría éxito dirigiendo la universitaria? ¿Qué nos asegura que, como en el caso de los institutos superiores, su burocracia no hará que demore años aprobar una carrera ni exigirá requisitos absurdos que impidan a los alumnos recibir la capacitación que requieren? ¿Qué secreto místico guardan los futuros iluminados burócratas de la superintendencia para convertir a todas las universidades en versiones peruanas de Yale y Harvard? ¿Y por qué no lo han compartido con sus colegas del ministerio encargados de la educación escolar y superior técnica? Desde este Diario creemos que bien haría el Congreso en hacerle caso a Einstein: la definición de locura es hacer lo mismo una y otra vez esperando resultados distintos.
Por otro lado, no sería necesario esperar que se conforme la superintendencia para ver el tipo de requisitos absurdos que puede exigir el Estado, pues el mismo proyecto de ley ya trae algunos que son sin duda notables. Por ejemplo, bajo sus estándares, Fernando de Szyszlo o Gastón Acurio no podrían ser decanos de facultades de arte o gastronomía, ni nuestro ministro de Justicia ser profesor principal de una facultad de Derecho, por no cumplir con los requisitos académicos. Asimismo, un doctorado en Filosofía o Educación por la Universidad de Cambridge no tendría validez en el Perú, pues no cumpliría con el estándar de ser un programa a tiempo completo y dedicación exclusiva. Y estos son solo algunos ejemplos del festival de exigencias absurdas que incluye el proyecto (requisitos de los que, sin embargo, inexplicablemente se exceptúa a ciertas instituciones educativas privilegiadas, como por ejemplo las militares).
Por otro lado, tampoco podemos olvidarnos de en qué situación dejaría el proyecto a los estudiantes. El general Mora, su principal autor, sugiere que los alumnos se beneficiarían porque todas las universidades tendrían el nivel de la Cayetano, la Pacífico o la Católica. El problema es (con lo dudoso que, como vimos, resulta creer que eso se pueda lograr por decreto) ¿cuántos jóvenes peruanos cuentan con los recursos para pagar las matrículas de universidades que manejan ese nivel de infraestructura, servicios y personal? ¿O será acaso que el congresista Mora piensa que la educación debe ser privilegio de tan solo un grupo de afortunados?
Nadie discute que debe hacerse algo para elevar el nivel de la educación universitaria. Pero la solución es crear mecanismos para que exista más información acerca del éxito en el mercado laboral de los egresados de cada institución. Ello, a su vez, permitiría que las personas eligiesen mejor dónde estudiar, evitaría los fraudes y promovería la competencia, lo que traería consigo una mejora en la calidad educativa. La propuesta que se discute en el Congreso, por el contrario, es solo una ilusión mágica. O, en otras palabras, populismo.