Por Diego Macera. Gerente General del Instituto Peruano de Economía (IPE)
El Comercio, 23 de mayo de 2019
«Nos toca presenciar si China y EE.UU. están a la altura de lograr acuerdos que no sepulten el desarrollo tecnológico y el progreso global en el camino»
«El conflicto entre las dos potencias se continuará librando en distintos terrenos por los siguientes años». (Foto: Conclusión.ar.)
“Fue el ascenso de Atenas y el temor que eso inculcó en Esparta lo que hizo que la guerra fuera inevitable”, escribió el ateniense Tucídides en su recuento de la Guerra del Peloponeso (siglo V a.C.). Desde entonces, la llamada trampa de Tucídides ha servido para nombrar aquellos episodios en los que una potencia emergente se enfrenta a otra potencia dominante. Ejemplos incluyen el ascenso de los Habsburgo desafiando la preeminencia francesa a mediados del siglo XVI, la Restauración Meiji en Japón contra el imperio ruso y la dinastía Qing china a finales del siglo XIX, y, por supuesto, la Primera Guerra Mundial.
Así, con cierta perspectiva histórica, lo que se ve ahora entre EE.UU. y China puede no ser una guerra comercial cualquiera entre dos países cualquiera. Sería, más bien, una etapa más en un conflicto desgastante e inevitable entre la potencia global emergente y la potencia establecida.
Desde un punto de vista económico, los aranceles que EE.UU. ha decidido imponer a las importaciones chinas no harán más que perjudicar a las empresas y consumidores norteamericanos. Si se cumplen las amenazas, la tasa arancelaria ponderada de EE.UU. –lo que en promedio pagan sus importaciones– pasaría de menos de 2% a casi 8%, convirtiendo al otrora campeón y promotor del libre comercio global en una economía más proteccionista que Rusia, China o India (aunque aun más abierta que, por ejemplo, Brasil). Ello se traducirá en insumos y productos más caros y menos variados para los estadounidenses. Si se agregan además los golpes de respuesta desde Beijing y la eventual espiral de aranceles y sanciones típica de guerra comercial, el daño económico para EE.UU. sería inconmensurable.
Pero esto no es un asunto netamente económico. O por lo menos no de corto plazo. La verdad es que estas últimas escaramuzas se enmarcan en un contexto mucho mayor. Thomas Friedman escribía esta semana que Donald Trump podía no ser el presidente que EE.UU. se merecía, pero sí el presidente norteamericano que China se merece. Desde que China entró a la OMC en el 2001 para convertirse en la fábrica global de camisas, juguetes y otros, jugó con reglas flexibles que le permitieron crecer a tasas increíbles, pero sin necesariamente respetar normas comerciales de propiedad intelectual, de límite de subsidios estatales, de protección interna de la competencia en sectores clave, etc.
Esas concesiones vinieron en parte porque enfrentar a China era costoso, porque China podía aún jugar la carta de país pobre y emergente, y porque los productos que fabricaba, dada su tecnología, no amenazaban el equilibrio global. Y si bien el costo de enfrentar a China solo se ha incrementado, las últimas dos condiciones han ido cambiando progresivamente. Tan crucial como los aranceles es la batalla aparte que se libra en el terreno tecnológico, en la que Huawei, Alibaba, Baidu o Tencent tienen enfrente a Google, Amazon o Apple, cada uno respaldado a su manera por su gobierno. El plan “Made in China 2025” contempla liderar industrias de alta tecnología como la inteligencia artificial, robótica, semiconductores y, crucialmente para el mediano plazo, el Internet 5G, que sería el Internet de las cosas. EE.UU. difícilmente permitirá a los gigantes chinos y su gobierno “competir” en la provisión de software e infraestructura digital de potencial dominio global usando las mismas reglas comerciales distorsionadas con las que exportaba camisas o televisores a todo el mundo. El presidente Trump tiene un punto válido en ello.
El conflicto entre las dos potencias se continuará librando en distintos terrenos por los siguientes años. Un recuento de la Universidad de Harvard advertía que, de 16 escenarios históricos de trampa de Tucídides en los últimos 500 años, 12 episodios se habían saldado con guerra. El resto requirió difíciles negociaciones y compromisos políticos y económicos de parte de la potencia naciente y de la establecida. Aunque es improbable un desenlace bélico hoy, la revisión histórica es clara. Nos toca presenciar si China y EE.UU. están a la altura de lograr acuerdos que no sepulten el desarrollo tecnológico y el progreso global en el camino.