Por: Natale Amprimo
El Comercio, 2 de julio de 2021
“No debe servir como gatillo para paralizar, cuando no liquidar, el actuar de un poder del Estado distinto”.
La cuestión de confianza, como la mayoría de instituciones constitucionales que hemos adoptado, es una más de las múltiples figuras que importamos de otras realidades.
Siempre nuestros “politólogos” de turno nos venden la idea de que la sola emisión de una norma o la copia de una herramienta constitucional modificará nuestra realidad o nos convertirá en un país similar a aquel del que hemos tomado la idea; como si el éxito dependiera solo de la existencia de la norma y no del actuar de los gobernantes y gobernados.
Quizás esta realidad sea consecuencia de nuestra inveterada costumbre por no exigir al gobernante de turno que adecúe su actuar público al respeto a las reglas e instituciones, sino de permitir, sin mayor reflexión, la modificación del diseño, a efectos de que este pueda servir de horma para calzar a la medida y voluntad de quien temporalmente ocupa el palacio de Pizarro.
Lamentablemente eso es lo que nos ocurrió con la cuestión de confianza en el pasado reciente, que sufrió una “desconstitucionalización” –esto es, su desnaturalización–, luego del actuar de Martín Vizcarra y compañía, penosamente bendecido por el Tribunal Constitucional que santificó la negación de confianza por vía interpretativa y dejó a decisión del interesado gobernante la posibilidad de hacer un uso indebido de dicha figura, para disolver al Congreso elegido para fiscalizarlo.
Sin lugar a dudas, como ya muchos se dan cuenta –entre los que incluso se encuentran algunos de los que ayer eran furibundos defensores del hoy ya indefendible Vizcarra–, lo ocurrido nos pasará factura.
Se necesita, ahí sí, introducir una reforma constitucional que permita enderezar lo torcido, de forma que la cuestión de confianza no sirva de gatillo para paralizar, cuando no liquidar, el actuar de un poder del Estado distinto, respecto de competencias constitucionales ajenas a la gestión y funciones del Poder Ejecutivo, amén de proscribir la malhadada “denegación fáctica”. La pretensión del actual Congreso de hacerlo a través de una simple ley interpretativa no solo era ingenua sino que reflejaba, una vez más, desconocimiento, pues lo que se proponía no era remedio para el daño producido, ni antídoto para lo que pueda venir.
Nunca tan presentes las palabras que en su momento expresara don Valentín Paniagua, uno de quienes más estudió las relaciones Ejecutivo-Legislativo: “Si el Perú fuera capaz de construir y mantener un régimen constitucional, es decir, un conjunto de normas que todos respeten y honren, saldría de la barbarie en que todavía vive (…) El problema no es jurídico sino ético: no es cuestión de normas sino de conductas. En realidad, basta solamente algo de ‘hombría de bien’ y, naturalmente, de hombría ‘de la otra’, o sea, buena fe y honestidad para respetar el derecho de los demás bajo cualquier circunstancia y, por supuesto, coraje y resolución para defender y hacer respetar la propia dignidad, y con ella, la libertad y los derechos que les son inherentes”.
El mejor regalo que debemos hacernos en nuestro bicentenario es darnos un baño de constitucionalidad, que implica el entender la Constitución como una norma ordenadora y limitadora del poder, y no como instrumento para legalizar el capricho de quien lo ostenta.