Por: Richard Webb
Hace medio siglo, iniciaba mi vida profesional en el BCR. La entidad pasaba un mal rato por críticas a sus políticas conservadoras y se acababa de elegir a un joven Fernando Belaúnde, de quien se esperaba un giro radical hacía la izquierda. Su aliado radical, la Democracia Cristiana, consiguió de inmediato el nombramiento de varios jóvenes a cargos técnicos en el BCR, mientras que otros, con ideas propias de lo que debía ser la política monetaria, se adueñaron del Instituto Nacional de Planificación. Ante tamaño embate, el BCR tenía un talón de Aquiles – la acusación de errores en sus cálculos estadísticos de la economía nacional. Para el Banco, entonces, se volvió urgente eliminar esa debilidad que minaba su autoridad técnica, y se decidió realizar una revisión total de su estadística con asesoramiento experto del Fondo Monetario. ¿A quién encargarle la tarea? Yo era el recién llegado, y no me quedó otra.
Si bien acepté la tarea con desgano, terminó siendo una magnifica introducción a la economía peruana, y además un aprendizaje sociológico de cómo se hacen y se usan las estadísticas en el Perú. Descubrí por ejemplo que el Ministerio de Agricultura había reportado una reducción repentina y drástica en la producción de papa, cifra que creaba dudas porque no se conocía de sequía ni plaga ni otra posible causa. Finalmente, un funcionario me confesó que se había decidido corregir una exageración que llevaba años. El Perú no producía tanta papa como se decía, hecho que se reconoció rebajando fuertemente la cifra a partir de ese momento. Pero la corrección no se aplicó a las cifras de años anteriores, pues ya eran “datos oficiales,” creando la impresión de un repentino colapso productivo.
Como responsable del PBI yo me veía obligado a hacer lo que los funcionarios del Ministerio no habían querido hacer – corregir las cifras también de años anteriores en consonancia con la nueva estimación más realista. Pero, para hacerlo tuve que desobedecer al Director de mi oficina en el BCR. Cuando fue informado que yo iba a cambiar las cifras del Ministerio se escandalizó, gritando “Usted no puede hacer eso. Son datos oficiales.” Me hice el sordo, pero quedé con dudas permanentes ante toda estadística “oficial.”
Con el pasar de los años he visto varios casos similares. Uno que tuvo consecuencias tanto económicas como políticas fue la exageración de los índices de inflación durante los años de hiperinflación, entre 1978 y 1980 y entre 1988 y 1991. Pasados esos momentos, se descubrió que la fórmula de cálculo había “enloquecido” cuando la inflación entraba a niveles extremos, exagerando la verdadera inflación y caída en los ingresos reales. El descubrimiento era problemático porque muchos compromisos contractuales contenían ajustes en función del índice de costo de vida. Una vez más, se decidió no modificar el dato “oficial”, silencio que se mantiene a pesar de constituir una distorsión de la historia.
Por eso no debe sorprender el manejo actual de la estadística de fallecimientos por causa del COVID. La emergencia que se vive, y la necesidad de colaboración de toda la población exigen una información diaria de la situación, y se anuncia cada día entonces una cifra oficial de fallecimientos del día anterior. Pero, al mismo tiempo, se tiene constancia de una considerable subestimación en esas cifras oficiales, por diversas razones. Una es que el virus mata a muchos indirectamente, por ejemplo, por infarto, o impedimento para obtener las medicinas necesarias para otras condiciones, además de causas más indirectas como la desnutrición. Se trata de información vital que requieren las autoridades en forma detallada y puntual y lo más exacto posible para lograr el control del virus, una necesidad que tiene un paralelo en las múltiples informaciones cuantitativas que requiere un general en medio de una batalla. ¿Cuántas balas me quedan? ¿Qué reservas tiene el enemigo? ¿Cuánto demorará llevar este cañón a ese cerro? En la práctica, casi toda esa información es inexacta, o aproximada. La guerra contra el COVID se libra con necesidades similares, de datos altamente detallados para calibrar medidas específicas, pero al mismo tiempo, exige un dato más formal sobre el avance, que hoy consiste en el número de fallecidos y que, al final, tiene que ser un “dato oficial.” Esa necesidad formal – como es la formalidad en general – es a la vez vital, para los fines políticos, e imposible, por las razones mencionadas. Vivimos entonces en una esquizofrenia estadística, debatiendo un “dato oficial” de evidente inexactitud, pero que sirve para el debate político, y a la vez generando las múltiples estadísticas detallados que se necesitan para ganar la guerra.