Decía José Saramago que es más fácil movilizar a los hombres para la guerra que para la paz. Y efectivamente, si analizamos la historia de la humanidad, y la del Perú en particular, encontraremos que normalmente hemos resuelto nuestros conflictos a través de las armas, y que la paz parece ser ese breve espacio en el que nos estamos preparando para el siguiente encontronazo. Nuestra cultura bélica es tan grande que no solo peleamos las batallas, sino que luego las enseñamos en las escuelas y elegimos como nuestros grandes modelos a aquellos héroes valerosos que murieron en combate. Como si no fuéramos nada más que balas y muertos. Como si esto en lo que nos hemos convertido a lo largo de los siglos no fuera también producto de la solidaridad, del consenso.
Sin embargo, aunque nuestra historia esté regada de violencia, creo en que somos seres que aspiramos a la paz. Me cuesta encontrar a un solo padre que prefiera ver partir a sus hijos al Vraem en lugar de tenerlos a s u lado. Los que crecimos bajo la locura que desató Sendero Luminoso sabemos que por más que uno se acostumbre a vivir en medio del bombas, nunca deja de soñar con la calma. Con la ausencia de miedo. Por eso, es válido afirmar que gracias al fallo de La Haya, esta semana el Perú no solo consiguió que se nos otorgarán miles de kilómetros de mar que ahora nos corresponden, sino que logró algo tal vez más trascendente: escribir un capítulo sui géneris de su historia donde el protagonista es la paz. Consiguió que en los libros escolares de nuestros hijos, nietos y bisnietos podamos incluir un acápite donde el triunfo no lo definen un cañonazo, un misil o miles de muertos; sino una corte internacional, un conjunto de hábiles abogados y un equipo de solventes y honestos diplomáticos.
Esta semana, el Perú y Chile sumaron a esa sarta de acontecimientos agresivos que los unen uno distinto. Uno más civilizado. Uno que nos acerca a esos países que miramos con envidia porque invierten más en educación que en armas, porque confían en que habrá vías más lógicas para desenredar entuertos que los enfrentamientos y pleitos. Esta semana además corroboramos algo importantísimo para un país con instituciones débiles: que el equipo de diplomáticos peruanos encabezado por Allan Wagner y formado por grandes embajadores como José Antonio García Belaunde, Manuel Rodríguez Cuadros y Eduardo Ferrero Costa supo defender los intereses de nuestro país con gran profesionalismo y con la misma convicción y patriotismo con que lo hubiera hecho cualquier general en un campo de batalla.
Por supuesto que la corte de La Haya no nos otorgó todo lo que reclamábamos y que el triunfo no fue total. Sin embargo, eso no quita que haya sido un triunfo verdadero que debe ser celebrado y defendido con firmeza y con calma. De lo contrario, aquellos peruanos que no saben ganar, que quieren volverlo todo un motivo de crítica y lamento, terminarán por hacerle el juego a los chilenos que buscan prolongar la discordia con su fallida interpretación del triángulo terrestre. Terminarán metiéndose nuevamente en esa cultura bélica que tiende a convertir la vida en un eterno enfrentamiento que solo conduce a la muerte. Y se perderán la oportunidad de aceptar que los hombres, los nuevos hombres de los que habla Saramago, también están hechos de paz. O sobre todo de paz.
Publicado en El Comercio, 30 de enero de 2014