Con su intento de borrar la autonomía universitaria de un plumazo y algunas perlas más, algunos miembros del Congreso están pisando la cola de un tigre particularmente fiero. Los argumentos aparecidos en la primera andanada de comunicados universitarios son claros: una tutela del Estado sobre la Universidad no es el tipo de imposición ante la que se pueda retroceder.
La patente inconstitucionalidad de la propuesta de un órgano estatal suprauniversitario no es el único problema. También está la ceguera implícita en querer tratar a todas las universidades del país como si estuvieran en la misma situación. Más la interesada ceguera frente a lo que aporta el Estado a la peores situaciones del sector.
El mismo Estado que quiere gobernar la universidad ha fracasado en su obligación de, como dice un comunicado del Consorcio de Universidades, “asegurar la calidad de la educación universitaria mediante procesos de acreditación”. Mal ha podido hacerlo cuando el poder político ha repartido universidades como si fueran butifarras.
De modo que en su súbito interés por la educación universitaria el Estado no solo estaría afectando a justos por pecadores, sino pasando por alto el peor pecado. Este es estafar al alumno con una formación pésima, cuando no directamente inútil, algo que se ha venido haciendo precisamente por la incuria de los gobiernos.
Pero el auge de las universidades-bamba no debe ocultar que el Perú cuenta con un núcleo de comunidades universitarias de primera calidad, que se han desarrollado a la sombra de su autonomía. Esta no solo es un derecho constitucional, sino una tradición histórica, que solo algunas dictaduras han interrumpido.
¿Por qué querría el Congreso sumarse a esa lista? ¿Por qué recargar con nuevas normas un ámbito donde no se está incumpliendo flagrantemente las que ya existen? ¿Por qué legislar a espaldas de los protagonistas del proceso universitario nacional? Una mayoría de parlamentarios ya se está haciendo preguntas como estas, y otras parecidas.
Para un proceso de acreditación en serio, que es una importante puerta de entrada a la excelencia en los estudios superiores, no se precisa un megaorganismo suprauniversitario, sino poner a trabajar con más decisión el organismo acreditador que el Estado ya tiene, el CONEAU, y ampliarle sus funciones, hoy más bien recortadas.
En la era de la mesa de diálogo por todo el país, es indispensable que el debate sobre el proyecto continúe, con la participación de representantes idóneos designados por las universidades más calificadas. Es inimaginable que un proyecto tan rechazado como el que comentamos sea aprobado al caballazo en una democracia.
Publicado en La República el 14 de junio de 2013.