Las dos grandes reformas que el Congreso debate –servicio civil y ley universitaria– afrontan una dificultad inicial: hay grupos de interés organizados que se oponen porque creen que perderían beneficios que disfrutan en el lamentable statu quo vigente, mientras que los beneficiarios de esas reformas –los usuarios del Estado, quienes contratan a los profesionales, los ciudadanos en general– están dispersos y no pueden organizarse para defender sus intereses y eventualmente incluso carecen del conocimiento suficiente del tema para identificarlos.
Mancur Olson describe esa asimetría: los grupos que serían afectados por las reformas son relativamente pequeños y tienen intereses concentrados, estrechos y por eso se organizan para defenderlos y acrecentarlos. En cambio, los grupos beneficiarios son amplios y dispersos, y con intereses difusos. Por eso, no se movilizan.
La democracia liberal está diseñada para limitar el poder de los actores políticos pero no el de los grupos de interés. Es un sistema de contrapesos entre poderes del Estado, pero no entre grupos de interés. Estos, por lo tanto, tienden a ganar privilegios crecientes a costa del bienestar general. Sobre todo cuando hay políticos que cultivan sus clientelas particulares en esos grupos (empleados estatales, profesores, etc.).
La democracia, en ese sentido, favorece el despliegue de grupos de interés o coaliciones distributivas, como las llamaba Olson, verdaderos feudos que pueden convertirse en pequeños huecos negros que succionan parte de la renta social y cortan el libre flujo económico.
En esas condiciones, sacar adelante reformas que vuelvan a poner las instituciones al servicio de la sociedad requiere de un liderazgo político fuerte y un debate público que vuelque a la opinión ciudadana a favor de las reformas. Fue lo que se hizo con las evaluaciones a los maestros y la ley de la carrera pública magisterial en el quinquenio pasado, gracias a un fuerte liderazgo presidencial y una conciencia generalizada de que ocupábamos los últimos lugares en el mundo y necesitábamos un cambio radical.
Lo mismo debería ocurrir con las reformas mencionadas (aunque la universitaria requiere más debate y claridad). El mismo presidente debería abanderarlas, con razones que demuestren incluso cómo los grupos que se sienten amenazados por ellas saldrán beneficiados, si aceptan el principio de la mejora personal a cambio de la mejora del servicio.
Pero si el presidente está aparentemente embarcado en la campaña del 2016, no querrá problemas con grupos resistentes a las reformas y sí nutrir una base electoral con programas asistencialistas pese a que estos sean, a la larga, menos inclusivos que una verdadera reforma del Estado. Y quizá suprimir los propios contrapesos de la democracia, de lo contrario no se entiende el ataque reiterado a su antecesor y a los partidos tradicionales y el montaje de un sistema de seguimiento a opositores –si tal cosa es verdad. Pero entonces ni siquiera podría buscar apoyo político para las reformas. Solo podría imponerlas. Jugar a la democracia con reflejos autoritarios no lleva a ninguna parte.