Se dirá que la convocatoria a las fuerzas políticas es un gesto del gobierno para cambiar su imagen de pleitista y ver si por esa vía recupera aprobación y gobernabilidad, pero no cabe duda de que quiere enmendar rumbos y dejar de agredir a los opositores. El propio primer ministro ha reconocido haber cometido excesos. Entonces ya no tiene sentido seguir recordando que dijo tal o cual cosa (aunque todavía hace falta que el presidente no siga llamando “candidatos” a los líderes de la oposición). Lo ha comprendido Alan García, que ha ofrecido el apoyo de sus ministros sin condiciones de ninguna clase y a cambio de nada. Es un gesto político, también, pero inteligente. El único rebelde es el fujimorismo, que se ha quedado atrapado en el trauma del no indulto a Fujimori.
La oposición a ultranza es una estrategia, sin duda. En una democracia en la que los ciudadanos no creen en las instituciones ni en los partidos, jugar al ‘outsider’ una vez más podría dar algunos réditos. Pero podría no darlos si realmente se logra crear un clima para alcanzar consensos básicos en torno a reformas claves para asegurar el crecimiento y pasar a otro nivel de desarrollo. En ese escenario, más réditos daría liderar las propuestas que el país necesita. A eso apuesta García.
Pero quien podría apostar a ello con mucha más autoridad sería precisamente el fujimorismo, autor de las reformas de los 90, que le permitieron al país recuperar el tiempo perdido y ponerse al día con la inversión minera, por ejemplo, y desarrollar nuevos sectores no tradicionales de exportación como el agroexportador, el químico, las confecciones, la metalmecánica, etc., que han hecho posible el crecimiento sin precedentes que hemos tenido. Ahora se necesita una nueva ola de reformas para mantener el crecimiento, profundizar el camino de estas nuevas exportaciones y avanzar a estadios más altos de desarrollo, más complejos y diferenciados. Planteándolas, el fujimorismo podría recuperar su papel de líder de la modernización nacional.
No solo estamos hablando de políticas de educación, ciencia y tecnología (“tecnología y trabajo” podría volver a ser el lema), y de infraestructuras (donde la experiencia de la Copri podría ser remodelada), sino de la propia modernización del Estado, que no es otra cosa que extender a todos los sectores los principios de las “islas de excelencia” que se crearon en los 90. Y en la medida en que la mayor parte de las reformas de segunda generación son institucionales (Estado, Poder Judicial, policía, Congreso, partidos), liderarlas podría ser una manera de terminar de reconciliarse con la democracia.
Lo que ha comenzado como una maniobra del gobierno para recuperar aprobación puede desembocar en algo que el país necesita: un consenso político en torno a esas reformas, que son laboriosas y en algunos casos engendran resistencias. El más claro es la reforma laboral, pero para eso hay que tener claro que la lealtad es con los millones de informales excluidos y no con las escuálidas –aunque organizadas– dirigencias sindicales. Y saber que hay consenso en torno a ella. El consenso ayuda.
Publicado por El Comercio, 23 de agosto de 2013