En el Índice de Percepción de Corrupción de Transparencia Internacional, el Perú está casi al final de la primera mitad, en el puesto 83 entre 174 países. En Sudamérica estamos en cuarto lugar, detrás de Chile, Uruguay y Brasil. Y no es coincidencia que los países que están en la cola sean los bolivarianos: Argentina (102), Bolivia (105), Ecuador (118) y Venezuela (165), a los que se suma Paraguay (150).
La democracia y el libre mercado son el mejor antídoto contra la corrupción. Una economía intervenida, llena de licencias, controles y privilegios rentistas (aranceles, exoneraciones, dólares preferentes, subsidios) obliga a los agentes económicos a sobornar a cada paso para obtener los permisos o los beneficios. Así ocurría durante el primer gobierno de Alan García. Había una corrupción generalizada derivada del modelo económico.
Con Fujimori ese tipo de corrupción casi desapareció, porque desaparecieron los peajes burocráticos, pero fue sustituida, sobre todo en los últimos años de su gobierno, por una derivada del modelo político, de la concentración del poder en manos del SIN y el control de la prensa y las instituciones. Fue una corrupción más focalizada pero más perversa.
En la actualidad tenemos democracia y un mercado relativamente libre, pero nuestro índice de corrupción es todavía mucho mayor que el de Chile y Uruguay (empatados en el puesto 20). Es que aún sufrimos un tipo de corrupción derivada ya no del modelo económico o político, sino de la herencia sociológica. En muchos organismos del Estado (gobiernos locales, regionales, Justicia, policía, Educación, etc.) se proyecta el tipo de relaciones que hay en una comunidad tradicional, basadas en redes de parentesco, compadrazgo o amistad. Así, cuando accede a uno de esos organismos, la autoridad o el funcionario actúa como si los recursos de ese organismo se incorporaran su patrimonio y dispone de ellos como si fueran propios, favoreciendo en los ascensos, encargos, contratos y servicios a los miembros de su red. Es lo que se llama patrimonialismo, que a partir de cierto momento cruza el límite y puede convertirse en pura corrupción: las redes se convierten en mafias.
Ocurre en la policía, desde el general encargado de las compras o del Fondo de Salud Policial o del Fondo de Vivienda Policial hasta el policía encargado de los patrulleros en una comisaría que, como si fueran suyos, les cobra a sus subordinados un cupo por salir en ellos. Las estadísticas policiales son tan deficientes por eso: porque la policía no trabaja por metas o resultados, sino para alimentar sus redes internas.
La gran tarea del ministro Albán será despatrimonializar (modernizar) la policía, convertirla en una organización movida no por redes y micro poderes internos, sino por metas, resultados y meritocracia. Sustituir la reciprocidad cómplice por el mérito. Y así en Educación, en los gobiernos locales, etc. En eso consiste la reforma del Estado. El elemento común a la competencia en el mercado y a un Estado moderno es el mérito como base para conquistar posiciones, no el privilegio o el poder arbitrario.
Publicado en El Comercio, 6 de diciembre de 2013