Gianfranco Castagnola, Presidente ejecutivo de Apoyo Consultoría
El Comercio, 31 de enero de 2017
La economía peruana continuó enfriándose en el último trimestre del 2016. Se esperaba que los esfuerzos de destrabe de proyectos de inversión de gran escala, las expectativas positivas por el mejor entorno de negocios generado por el paquete de decretos legislativos y el “asentamiento” del equipo ministerial del nuevo gobierno luego de los meses de transición permitieran vislumbrar el inicio de una gradual recuperación de nuestra economía hacia mediados del 2017. Sin embargo, la divulgación a fines de diciembre de sobornos pagados por Odebrecht a funcionarios peruanos abrió una caja negra de imprevisibles consecuencias políticas e institucionales, que pasará la factura a la actividad económica.
En el último trimestre del 2016 el PBI no primario –que excluye a las actividades extractivas– creció en menos de 1%. En el primer semestre lo había hecho a más de 3% y en el tercer trimestre a 2%. La tendencia se había acentuado a fines de año, producto del ajuste fiscal –de oportunidad y magnitud discutibles– que aplicó el gobierno, que significó una retracción de la inversión pública en 24%. El impacto en la construcción y en industrias vinculadas a esta fue significativo. La producción de cemento, por ejemplo, se redujo en 7,5% en ese período. Con una inversión privada que seguía contrayéndose, era previsible que el empleo no creciera, lo que afectó el consumo privado.
Esta disminución de la actividad privada empezaba a afectar las expectativas empresariales, puesto que se había supuesto que un gobierno del presidente Pedro Pablo Kuczynski generaría, per se, una mejora económica. En ese contexto, los decretos legislativos trajeron muy buenas noticias. Estos no solo apuntan en la dirección correcta, sino que constituyen el paquete más potente de simplificación administrativa de los últimos 20 años. Contienen, además, normas muy positivas orientadas a la agilización de la inversión privada y de alianzas público-privadas. Si bien no es un paquete reactivador, sí mejora el entorno de negocios –y el día a día de los ciudadanos–. Tenía, también, el potencial de generar un quiebre en las expectativas.
Lamentablemente, el escenario ahora es otro. Lava Jato finalmente llegó al Perú y se quedará dominando la agenda política por muchos meses. No es para menos. Las cifras de los sobornos –las conocidas y las estimadas– son muy altas. Involucran proyectos de inversión emblemáticos de los últimos 15 años, como la Interoceánica y la línea 1 del metro. Tienen como protagonistas a políticos de alto nivel y a empresas privadas grandes, de alto perfil. El costo directo para el país –entre obras que no debieron ejecutarse y otras cuyos costos se inflaron– es de muchos centenares de millones de dólares. Según Ipsos, la gran mayoría de la población cree que nuestros últimos tres presidentes y dos alcaldes de Lima recibieron sobornos. Y que las investigaciones se estén haciendo en Brasil, Suiza y Estados Unidos, con mecanismos de colaboración como la delación premiada, genera la expectativa de que todo se sabrá.
La magnitud de esta crisis institucional la iremos conociendo en los próximos meses. Mientras tanto, la economía empieza a resentir su impacto a través de varios canales. Uno primero, obvio, es que la paralización de la construcción del gasoducto sur peruano, que desde todo punto de vista es correcta, costaría 0,4 puntos de crecimiento este año.
En segundo lugar, la incertidumbre ha aumentado. El no saber qué se descubrirá y qué impacto tendrá hace que familias y empresas sean más cautas a la hora de tomar sus decisiones de consumo e inversión. En tercer lugar, es previsible que los funcionarios se vuelvan mucho más conservadores y, quizás, burocráticos, en licitaciones públicas, procesos de concesiones, firmas de adendas –en muchos casos, necesarias–, etc. La desconfianza y el temor naturalmente aflorarán en muchos de ellos. En el camino, existe el riesgo adicional de que la respuesta a esta brutal corrupción sea la de atacar las concesiones y exigir un mayor protagonismo del Estado en la economía –ignorando que, en este siglo, los tres regímenes más corruptos en América Latina fueron, precisamente, aquellos donde hubo mayor intervención estatal: Brasil (cuna de Lava Jato), Venezuela y Argentina–.
El gobierno tiene un formidable reto por delante. Por un lado, debe procurar extirpar toda presencia de empresas corruptas en proyectos de obras públicas y concesiones. Pero al hacerlo debe respetar el debido proceso y, a la vez, evitar disrupciones operativas que tengan un impacto negativo.
Luego, tiene que revisar cómo fue posible que concursos públicos donde había tanto en juego fueran tan amañados. No se trata de insistir en formalidades absurdas que son inútiles. Es paradójico que toda esta gran corrupción se haya dado en el marco de una ley de contrataciones especialmente formalista y reguladora, y libre de observaciones del sistema nacional de control. De la capacidad de sacar lecciones dependerá la calidad de la solución que se le dé.
Finalmente, el MEF tendrá que promover una política fiscal más audaz. El anuncio del ministro Alfredo Thorne de un mayor gasto de S/4.000 millones –más un adelanto de S/5.000 millones a los gobiernos subnacionales– es muy positivo. Su desafío será lograr que las entidades públicas gasten estos recursos en este nuevo entorno.