Las redes sociales no solo han reformulado nuestras relaciones personales, también han transformado la forma de hacer política en el mundo. En el 2001, en Filipinas, se convocó la primera protesta multitudinaria que terminaría con la salida de un presidente de su cargo a través de mensajes de texto. A lo largo de la primavera árabe, Facebook y Twitter jugaron un rol crucial en organizar, difundir e iniciar las protestas que terminaron derrocando a los gobiernos autoritarios en Egipto, Túnez y Libia; las mismas protestas que sirvieron como detonador de la actual guerra civil en Siria. Desde ahí, se han usado las mismas tecnologías para convocar manifestaciones en contra de políticas de gobiernos en todos lados, incluyendo –desde hace poco– al Perú. Las manifestaciones en contra de la famosa repartija se prepararon desde las redes sociales (#verguenzanacional), al igual que el plantón de los trabajadores independientes en la plaza San Martín contra la norma que los obligaba a aportar al sistema de pensiones; y las principales presiones que forzaron al Ministerio del Interior a suspender el sistema de las fotopapeletas vinieron de una página de Facebook (Alerta de policías con cámara de velocidad) con más de 40.000 fans.
Estos medios de comunicación masiva se han caracterizado por ofrecerle al público un acceso irrestricto y sin censura a la información (información no siempre disponible en la prensa tradicional) mientras que ha integrado a personas antes inconexas en una misma red, haciendo más rápido el flujo y la libertad de la información. La combinación de estos atributos ha resultado en un espacio ideal para el debate público, con audiencias impensables para personas ordinarias, facilitando el encuentro de puntos en común y el emprendimiento de acciones colectivas; es decir, una plataforma para demandar cambios. En otras palabras, las redes sociales han empoderado a los ciudadanos.
El nuevo panorama no solo ha cambiado las reglas de juego para los regímenes autoritarios, para las democracias también esta es una nueva etapa. Si antes a los candidatos les bastaba con pasearse por el país dispensando propuestas incumplibles –igual recién después de cinco años tendrían que afrontar las consecuencias de estas; eso es, si los votantes se acuerdan– para alcanzar los votos necesarios, momento en que terminaba la carrera, ahora la relación entre las personas en el poder y los ciudadanos es continua durante el mandato. En ese sentido los gobiernos están forzados a ser más sensibles a la voluntad de los gobernados, que tienen la capacidad de hacer un mayor contrapeso al poder del Estado, “democratizándolo”.
Sin embargo, hasta ahora la efectividad de las redes sociales como herramienta política ha sido mejor evidenciada en casos de indignación, vale decir, para ejercer oposición. El problema es que con cualquier tipo de reforma o cambio en el statu quo necesariamente habrá un grupo directamente perjudicado, aun cuando el beneficio sea para la gran mayoría. Y el interés concreto del grupo afectado de forma directa siempre primará por sobre el difuso interés de la mayoría beneficiada indirectamente.
Esta arista implica un gran riesgo de inmovilización para los gobiernos. Un riesgo amplificado, además, por un gobierno tan débil como el nuestro, que ha probado ser fácil de intimidar. El riesgo, finalmente, es la emergencia de una nueva forma de gobierno, uno en el cual las minorías deciden el curso del país.
Publicado en El Comercio, 3 de octubre del 2013