El problema de cómo enfrentar la pobreza en nuestro país está suscitando los más febriles debates.
Por un lado, están quienes –desde el gobierno– sostienen que lo fundamental es buscar la equidad. Para ello, han repotenciado e inflado presupuestalmente los programas Qali Warma, Juntos, Pensión 65, etc. Quienes defienden esta visión mantienen la creencia de que el rol activo del Estado resulta fundamental para reducir la pobreza.
A su lado existe un también entusiasta grupo de consultores, académicos y ex funcionarios que, aunque plantean básicamente lo mismo, coinciden en que casi todo lo que se hace hoy está mal. Que la gerencia del Estado resulta deplorable (mal enfocada y repleta de filtraciones) y que es necesario reenfocar multidimensionalmente la lucha contra la pobreza, pues estimar la incidencia de la pobreza monetaria omite aspectos multidimensionales (accesos a educación, sanidad y servicios).
Sobre este último punto vale la pena decir que comparar ambas mediciones de pobreza es como diferenciar entre dos gotas de agua. Solo que una de ellas (la multidimensional) es simplemente una gota más gorda. Esta afirmación podrá a lo mejor despertar iras santas que sostengan que el punto de vista aquí planteado omite sutilezas, pero esto no debería sorprender a nadie pues la búsqueda de la equidad se medra, tanto política como económicamente.
Pero no se confundan. Volviendo al tema de los programas sociales, los subsidios directos tienen lógica. No le podemos dar la espalda a millones de peruanos a quienes errores pasados de los gobiernos los han ubicado en medio de ambientes de severa pauperización y descapitalización, tanto en ambientes rurales como urbanos.
Y este es el tema de fondo: cómo enriquecer a nuestros compatriotas. Cómo sacarlos de la pobreza. No solamente cómo aliviar parcial o temporalmente su deteriorada situación.
En este plano emerge, a modo de dogma, la creencia de que estos programas realmente funcionan. De que la elevación de los presupuestos estatales beneficia perceptible y positivamente a nuestra población pobre. Lamentablemente, esta empática creencia no tiene una abrumadora evidencia empírica a su favor.
Si bien existen algunos trabajos que establecen vínculos entre la vigencia de estos programas sociales y la reducción de la desnutrición infantil crónica (reflejo de aumento de ciertos consumos), lo cierto es que la mayor parte de estos trabajos omiten incluir la influencia de otros factores, como los índices de crecimiento, estabilidad o inversión, por ejemplo. Así, quizá la poca evidencia de éxito de los programas sociales se dé no solo por la tan discutida ineficiencia gerencial, sino porque se enfocan mayormente en regiones donde el crecimiento y el comercio no brillan.
Las parcas cifras disponibles en el caso peruano, en cambio, sugieren que estas últimas variables sí tienen una asociación significativa con la reducción de la pobreza. Sobre todo en horizontes temporales amplios.
Sí, estimado lector, el crecimiento regional alto erosiona la pobreza. En el largo plazo la desaparece. La derrota.
Este quizá es el meollo del asunto. Estos programas no solo alivian. Nos facilitan seguir postergando las espinosas reformas institucionales que nos llevarían a erradicar la pobreza en algún momento.