Por: Alfredo Bullard, Abogado
El Comercio, 19 de mayo de 2018
Debo haber escuchado la frase más de 100 veces. La primera vez creo que fue en la primaria. La he escuchado de políticos, científicos, profesores de escuela y de universidad. Incluso se la escuché a mi padre, a más de un tío y a algún amigo cercano. Ha marcado nuestra historia y lo que pensamos de nosotros. Es compañera de nuestro pesimismo constante. Es el himno de nuestra frustración: “El Perú es un mendigo sentado en un banco de oro”.
Antonio Raimondi, un naturalista, geógrafo y catedrático italiano que se radicó en el Perú (y al que le debemos mucho), pasó a la historia por una frase desafortunada (o al menos desafortunadamente interpretada). Raimondi se dedicó a estudiar nuestra flora, fauna y geología. No fue ni economista ni político. Quedó maravillado por la diversidad de nuestros recursos naturales. Posiblemente quiso expresar, con una metáfora pegajosamente poética, cómo un país con tanto había logrado tan poco.
La frase le vino como anillo al dedo a una de las teorías que más ha marcado nuestro pensamiento sociológico y económico. Lamentablemente, dicha teoría no se ha limitado al concepto sino que ha pasado a la práctica. Está explícita o implícitamente incluida en casi todo discurso político. Da vueltas y rebota sin complejos en las redes sociales. No necesita justificación porque parece sustentarse sola. Me refiero a la “teoría de la dependencia”. Esa teoría no estaba ni remotamente en la cabeza de Raimondi.
En su libro “Forgotten Continent” (“El continente olvidado”), Michael Reid la califica como “una teoría en búsqueda de hechos”. “Huérfana de hechos” es quizás una frase más representativa. Encuentra su origen en una combinación de la sociología marxista y la doctrina económica conocida como “estructuralismo” defendida por Raúl Prebisch, de la Cepal. Es uno de los pilares de la fallida doctrina de sustitución de las importaciones.
Se usa para acusar a los países desarrollados –principalmente Estados Unidos– de subordinar a los países latinoamericanos y sumirlos en el subdesarrollo. Somos poco desarrollados porque los países desarrollados nos condenan a exportar materias primas para industrializarlas y volvernos a vender lo que producimos a precios más altos. El libre comercio frena así nuestra posibilidad de industrializarnos. La respuesta es que el gobierno debe limitar ese intercambio injusto prohibiendo o gravando con tarifas altas las importaciones para con ello permitir el desarrollo de nuestra propia industria.
Como bien explica Reid, para los “dependentistas” los países pobres son pobres porque los otros países son ricos. No lo son porque hayan fallado. La teoría es tan simple como equivocada. Es hija de nuestra propensión natural a echarle la culpa a otro de nuestras desgracias.
Los “dependendistas” creen que la riqueza está en los recursos naturales (“banco de oro”). Los países ricos no quieren que nos demos cuenta (para dejarnos como “mendigos”). Por eso se llevan baratos los recursos para transformarlos y vendernos productos caros. Si siendo ricos en recursos tenemos una población pobre es porque alguien nos está robando. El mercado es entonces ese ladrón. El pobre Raimondi (y su inocente frase) termina convirtiéndose en fundamento del absurdo.
La teoría se volvió tremendamente influyente en América Latina. Ha servido de base a gobiernos de izquierda como el de Velasco en el Perú o a los populismos chavistas que han arrasado las economías de la región. Pero se encuentra en general en toda forma de pensamiento político latinoamericano, incluyendo el de derecha. Su aplicación, sin embargo, nunca condujo a nada mejor.
Es claro que el libre comercio no es un juego de suma cero. El intercambio hace ganar a los dos que intercambian. Los países que se desarrollaron de manera sostenible lo hicieron comerciando con otros. La data muestra que, contra lo que sostienen los “dependentistas”, la historia de América Latina ha sido la contraría a la de su teoría: la regla ha sido el proteccionismo de las industrias locales de la competencia externa. Esto, lejos de industrializarnos, creó una industria mediocre, poco competitiva y dependiente del Estado.
El proteccionismo derivado del “dependentismo” nos ha hecho mucho daño. De la mano del populismo, crea un espejismo inicial en el que aparentemente mejoramos mientras quemamos nuestros recursos no para generar desarrollo sino gasto, como ocurrió en Venezuela, Ecuador o en el Perú durante el primer gobierno de Alan García. ¿Por qué entonces el populismo “dependentista” es tan popular? Como dice el politólogo mexicano Luis Rubio: “La gente recuerda los años de crecimiento económico, no los años en que pagamos la cuenta”.