Gestión, 16 de febrero de 2017
Una tarea pendiente en el desarrollo de nuestra economía se centra en la aún insuficiente mejoría de la productividad de los factores que impactan la producción de bienes y servicios incluidos en nuestro PBI. Al definir productividad como la relación entre la producción obtenida y los recursos requeridos para lograrla, se entiende que su maximización genera riqueza a través de un creciente valor agregado.
Así, una mayor productividad nos permite tres resultados positivos: conseguir más resultados utilizando los mismos insumos, obtener la misma producción ahorrando recursos e incrementar la producción aplicando marginalmente menos insumos para el crecimiento. En los tres casos, la economía genera excedentes que no existían y que no se logran únicamente en base a darle mayor intensidad al uso de recursos, sino más bien a un uso más eficiente de estos.
En el mundo laboral, debemos analizar el concepto de “productividad laboral” y su impacto en el diseño de un sistema de trabajo moderno y eficiente, que equilibre adecuadamente los costos y derechos laborales con la posibilidad de generar empleo autosostenible en el tiempo.
La vinculación entre la producción resultante por cada “unidad” de trabajo empleado debe proveerle al inversor una plusvalía que justifique la utilización de la mano de obra. Si priorizamos la generación de puestos de trabajo en nuestra economía laboral, es imprescindible referir esta ecuación a los niveles de costos laborales involucrados, buscando que la productividad marginal del empleo supere a la de otros factores sustitutorios (tecnología, procesos, automatización, entre otros).
La realidad de nuestro débil y fragmentado mercado de trabajo hace aún más relevante esta evaluación, toda vez que dos terceras partes del total de los empleos (formales o informales) se dan en estructuras laborales muy básicas y de limitada productividad, como son las microempresas de menos de 10 trabajadores (22.5%), emprendimientos independientes sin sustento técnico o profesional (33.5%) o trabajadores familiares no remunerados (11.2%).
El poco acceso a la tecnología, la carencia de planes de capacitación, la ausencia de condiciones laborales mínimas que potencien el rendimiento (entre otras limitantes de la realidad descrita), restringen la posibilidad de este amplio universo de trabajadores de generar más producto con su esfuerzo y ven limitada su capacidad de mejorar sus ingresos.
Surge en este contexto la problemática del sueldo mínimo, cuyo nivel y ocasión de aplicación debe necesariamente incorporar el factor de productividad como un componente clave para evitar el riesgo de continuar perdiendo la batalla contra la informalidad laboral, con el evidente perjuicio que ello implica para el trabajador.
Para mejorar la productividad laboral debemos trabajar en varios frentes. El principal es el de facilitar la formalidad en las unidades productivas, sean estas colectivas o individuales. Para ello, requerimos simplificar los regímenes laborales, enfrentar aquellos sobrecostos que no necesariamente benefician al trabajador y facilitar el ciclo laboral.
En paralelo, debemos propender a una mejor formación para nuestros trabajadores, generándoles mayores espacios de empleabilidad técnica y profesional, a la vez que introducimos la tecnología a los procesos productivos y a las capas de servicios que se brindan a los consumidores, en una solución beneficiosa tanto para el trabajador (mayores ingresos) como para el consumidor (más calidad).